La lección del Junco
He aquí un lugar remoto, tierra adentro, perdido en el mapa entre ríos caudalosos y montañas que se alzan cielo arriba. Un fragmento del paisaje igual a muchos otros. Nadie parece fijarse en él.
En un punto del camino hay una pequeña edificación que todos han visto miles de veces, igual a muchas otras edificaciones vistas de la misma manera. Dentro, está el motor que extrae agua de un pozo; agua más valiosa que el petróleo en este terreno seco y áspero.
Al lado de la casita, y solitario como ella, había un roble. Grande, fuerte y majestuoso, parecía acompañarla, vigilarla y protegerla. También cerca de la casa, creciendo en el mismo margen de la acequia que salía de ella, había unas matas de junco. Verde, fresco y ondeante, jugaba con el agua que manaba del pozo, centelleando con mil colores.
El roble, tan viejo que había olvidado hasta su edad, y creyéndose el dueño del paisaje, solía increpar al junto.
- ¿Pero cómo se puede ser así, como tú? –le pregunta-. Dejarse doblegar por el viento, inclinándose con el peso de cada insecto que trepa por ti... ¿No tienes personalidad, o qué? Si dejas que todo el mundo te diga “ahora ve hacia allí” o “echa para allá”, nunca harás lo que desees.
El junco, dócil por naturaleza, nunca contestaba. De hecho, no tenía ningún problema en ser flexible. Si el viento giraba a la derecha, le venía bien. Y si al día siguiente lo empujaba a la izquierda, pues también. Cuando el viento dejaba de soplar, el junco volvía a su posición original. Se sentía feliz de jugar con su amigo el viento.
Un día, el cielo se fue volviendo gris. Un grupo de nubes oscuras taparon el sol y se extendieron por todo el horizonte. El viento empezó a soplar con fuerza, cambiando incesantemente de dirección.
- ¡Míralo, el pobre junco! –se reía el roble-. Ya no sabe quién es ni a dónde va.
Y el junco callaba.
El cielo se ennegreció aún más, y la fuerza del viento aumentó. Las hojas del roble batían como las alas de mil palomas asustadas y el junco saltaba de un lado a otro como un látigo. Algunas hojas del roble salieron volando.
-¡Eh! –chilló el roble-, ¡Esas hojas son mías!
Pero el viento no hizo caso y siguió soplando más y más fuerte. Algunas ramas del roble crujieron, se desgajaron y también salieron volando.
- ¿Pero qué haces? –se enfadó el roble-, ¿No ves que me haces daño?
Finalmente, la fuerza del viento fue tal que el tronco mismo se partió y se desplomó sobre la acequia, en las proximidades del junco. Con su último aliento de vida, le dijo:
- ¿Sabes?, amigo, mucho me temo que he aprendido tarde la lección: es mejor ser flexible. De este modo, si alguien te dobla, puedes volver a ser tú mismo.
Hoy, aún existen los juncos, pero del roble sólo queda la base del tronco, seca y muerta.
En un punto del camino hay una pequeña edificación que todos han visto miles de veces, igual a muchas otras edificaciones vistas de la misma manera. Dentro, está el motor que extrae agua de un pozo; agua más valiosa que el petróleo en este terreno seco y áspero.
Al lado de la casita, y solitario como ella, había un roble. Grande, fuerte y majestuoso, parecía acompañarla, vigilarla y protegerla. También cerca de la casa, creciendo en el mismo margen de la acequia que salía de ella, había unas matas de junco. Verde, fresco y ondeante, jugaba con el agua que manaba del pozo, centelleando con mil colores.
El roble, tan viejo que había olvidado hasta su edad, y creyéndose el dueño del paisaje, solía increpar al junto.
- ¿Pero cómo se puede ser así, como tú? –le pregunta-. Dejarse doblegar por el viento, inclinándose con el peso de cada insecto que trepa por ti... ¿No tienes personalidad, o qué? Si dejas que todo el mundo te diga “ahora ve hacia allí” o “echa para allá”, nunca harás lo que desees.
El junco, dócil por naturaleza, nunca contestaba. De hecho, no tenía ningún problema en ser flexible. Si el viento giraba a la derecha, le venía bien. Y si al día siguiente lo empujaba a la izquierda, pues también. Cuando el viento dejaba de soplar, el junco volvía a su posición original. Se sentía feliz de jugar con su amigo el viento.
Un día, el cielo se fue volviendo gris. Un grupo de nubes oscuras taparon el sol y se extendieron por todo el horizonte. El viento empezó a soplar con fuerza, cambiando incesantemente de dirección.
- ¡Míralo, el pobre junco! –se reía el roble-. Ya no sabe quién es ni a dónde va.
Y el junco callaba.
El cielo se ennegreció aún más, y la fuerza del viento aumentó. Las hojas del roble batían como las alas de mil palomas asustadas y el junco saltaba de un lado a otro como un látigo. Algunas hojas del roble salieron volando.
-¡Eh! –chilló el roble-, ¡Esas hojas son mías!
Pero el viento no hizo caso y siguió soplando más y más fuerte. Algunas ramas del roble crujieron, se desgajaron y también salieron volando.
- ¿Pero qué haces? –se enfadó el roble-, ¿No ves que me haces daño?
Finalmente, la fuerza del viento fue tal que el tronco mismo se partió y se desplomó sobre la acequia, en las proximidades del junco. Con su último aliento de vida, le dijo:
- ¿Sabes?, amigo, mucho me temo que he aprendido tarde la lección: es mejor ser flexible. De este modo, si alguien te dobla, puedes volver a ser tú mismo.
Hoy, aún existen los juncos, pero del roble sólo queda la base del tronco, seca y muerta.
Fuente: http://www.fotolog.com/samurai
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